Mete la mano al bolsillo,
saca un ser viviente, como un muñeco de cera.
Lo apretuja:
es gelatinoso y amarillo.
Lo observa con un desprecio reservado y aparta la mirada de odio
justo a tiempo para lanzar a esa plasta
de tejido histérico de baba lejos de sí
a un estanque de lodo.
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